lunes, 21 de julio de 2014

Introducción

La profesión médica ha adoptado, en cada época histórica determinada, rasgos que han expresado, a fin de cuentas, la actitud que ha asumido la sociedad hacia el hombre y su cuerpo y la valoración que ha hecho de su salud y de la enfermedad.
Desde la más remota antigüedad, el propósito de la medicina ha sido siempre el curar las enfermedades y, en ciertos casos eventuales, el prevenirla. De manera que el ejercicio de la profesión médica ha entrañado siempre una vocación de servicio y, por lo tanto, ha demandado del médico la necesidad de cultivar determinadas cualidades estrechamente relacionadas con esta vocación: 1. Estar dispuesto siempre a ayudar a otro. 2. Conocimientos necesarios y suficientes acerca del origen y naturaleza de las enfermedades, así como de sus principales características. 3. Habilidades y destrezas para ejercer la curación. No obstante lo anterior, común a lo largo de la historia, el modelo ideal del médico ha variado considerablemente de un período a otro, en dependencia de cómo la sociedad se ha estructurado en cada época histórica y, muy especialmente,de cómo la sociedad ha manifestado su concepción general del mundo. De ahí que la medicina primitiva, al tratar de explicar las enfermedades adoptara una explicación mítico-mágica, y recurriera a las malas intenciones de alguien que quería hacerle mal al paciente, o aceptara que la enfermedad era un castigo al paciente pecador. De manera que la solución era una terapia mágica o religiosa, para eliminar el mal, aplacar a la deidad ofendida o expulsar al demonio. Por tal razón, el médico de la sociedad primitiva tenía que ser médico, sacerdote y brujo. En esos tiempos remotos de la humanidad, el médico-sacerdote-brujo trataba al hombre enfermo como un todo, atendía al cuerpo y al alma. En la mayoría de las ocasiones no podía discernir dónde terminaba el mal de uno y comenzaba el de la otra. La materia y el espíritu del hombre formaban una sola unidad y, en esa totalidad debía ser tratado.

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